Como un cadáver exquisito, una pieza de barro se va transformando con la mano que cada uno pone sobre ella. La distancia es un mundo entero: de Tonaltepec, en Oaxaca, a Dinamarca, de un platillo de 300 dólares a la riqueza de un grano de frijol, la pepita de oro de la cocina mexicana; la imagen es tan paradójica que va de una mano que en su anular trae un anillo de diamantes amontonados y se dispone a meterse el tenedor a la boca, a otra mano de las mismas proporciones en donde su único adorno es el de las grietas. Ambas imágenes podrían ser igual de conmovedoras, ambas expresan trabajo, ambas construyen sueños.

Deleitarse a cada segundo y saborear todos mis momentos. Así se vive el verdadero lujo, descubriendo más formas de disfrutar del camino.

El barro vibra, grita, suda, huele a tierra, seduce, baila, envejece, se quiebra. Pero el barro no es una olla ni un plato extendido. O al menos esta no es esa historia. La de Colectivo 1050 es la historia de un plato que después de muchos años ha cobrado vida. Aunque sus piezas hayan viajado hasta la mesa de René Redzepi —¿recuerdan aquella cena de Noma en Tulum? Bueno, ese es el extremo del nivel que han alcanzado las vajillas de los de 1050°, y no es casualidad ni tampoco motivo de aplauso, pero lo cierto es que a partir del día que el mejor chef del mundo decidió usar un plato sopero de barro como parte de su vajilla, desde ese día, a las alfareras de Oaxaca, que forman parte de la familia del Colectivo, las buscan incluso para salir en el New York Times—.

Esta es una historia de manos, en la que Innovando la Tradición (encargada de buscar a las comunidades oaxaqueñas que aún trabajan el barro, entenderlas para crear un diálogo y colaborar en el reconocimiento del material), en conjunto con Colectivo 1050° (encargados de comercializar y traer resultados tangibles de los productos de barro hechos por los alfareros), quieren ser una de las voces de Oaxaca para mostrar al mundo lo que sucede en estos pueblos y su capacidad de crear. Después de doce años de trabajo, han llegado lejos. Y es que además de encontrar piezas de Colectivo 1050° en el MoMA de Nueva York, o en Tokio, o de que Enrique Olvera los incluya en su vajilla del Atla, o Gabriela Cámara en la de Zapata, por mencionar solo algunos, el punto más alto de estos proyectos, es el de la revalorización del oficio del alfarero. Luego, la experiencia del goce, de ver, de oler y de tocar una pieza de barro, es prácticamente algo natural.

La del alfarero no es una historia conmovedora —pienso mientras cierro las ventanas del auto, el silencio absoluto e interior me recuerdan el día que compré una jarra de barro… para mi era solo una jarra—. Ver sus manos cuarteadas de tierra no es poético —hay un jale, luego un frenón en seco… todo responde, las llantas del automóvil no dudan sino que estabilizan, el vehículo se detiene firme, no se derrapa, su precisión para protegernos es absoluta—. La imagen del ritmo con la que un par de manos dan forma a una pieza no seduce —el ruido de los objetos, de ese barro que se quiebra, es inminente, se escucha desde la cajuela—.

Alto.
Y silencio.
A las nueve de la noche se sirve la cena.