Si por mi fuera, hablaría de valores primitivos y fundamentalistas al referirme a San Andrés, la Hacienda —aunque me arriesgo a perder a algún lector en el camino—. Por otro lado, me pesa hablar de las geometrías cautivas y las cicatrices indómitas de los muros de la Hacienda que ven de frente a dos grandes, el Iztaccihuatl y el Popocatépetl, cuidándose el uno al otro. Sería demasiado obvio, sin embargo, esta ruta para llegar a la Hacienda es imperdible: hay que poner ‘Night and Day’, pero en la versión de Thievery Corporation y no la de Frank Sinatra, y sacar el brazo por la ventana, hacer delfines… “and its torment won’t be through, till you let me spend life making love to you…”. La grandeza de San Andrés, sus alrededores y su historia sobreviviente, son un básico que además se puede ver en las fotografías: nada escrito es necesario.
Lo que me cautiva es traer otro plano al frente y verlo a detalle. Y aquí van mis dos recomendaciones. La primera: hazte amigo de Marco Margain. Es el chef del lugar, pero sobretodo es el que todos los días camina la Hacienda completa, y que, con su ritmo pausado, querrá mostrarte el principio y el fin de las hectáreas. Cada paso irá acompañado de una historia. Empieza con el cambio de vida, ahora es mitad citadino y mitad hombre de campo. Lo hizo por estrategia: decidió buscar sus propios recursos y materia prima —o al menos intentarlo—, pues después de muchos saltos de pared, se dio cuenta de que, por un lado convenía más económicamente hablando cosechar y producir sus propios productos y, por el otro, encontraría en ellos un sabor abundante y redondo —habla en repetidas ocasiones de lo inesperado que es probar un espárrago recién cortado del invernadero o morder una arúgula apenas sacada de la tierra—. Y hay otro lado más, el que involucra a los productores de la zona, utilizando sus productos en la cocina —que es la de la Hacienda y la de Broka Bistrot, en el DF— como la crema, el queso fresco o la nata —que, hay que decirlo, es casi un salto al cielo—, los tres, de la desapercibida Poxtla, un pueblo cercano a la Hacienda.
La segunda: encuentra los tesoros de San Andrés. No hay que ser un cazador para dar con ellos. Si platicas con Mariana, la esposa de Marco, sabrás que la capillita fue tomada —por querer decir intervenida—, por Federico Silva, su abuelo. Y la única escultura azul, también es de él. Te hablará de la tierra y de cómo quieren trabajarla para distribuir a otros restaurantes en la ciudad —ya lo hacen con Merotoro, Amaya y Limosneros–, sobre lo que es recuperar la tierra y aprender de los de al lado a cosecharla y trabajarla, a sacarle jugo en el buen sentido, y a recuperar su jugo en el mal sentido.
Nadie dijo que cambiar de vida era fácil; que profundizar en la observación minuciosa de una planta, sería la felicidad. Volví a hospedarme en este maravilloso lugar un lunes, el día que nadie viene a San Andrés, el día en que la carretera es sólo mía y de mi Buick Envision.
Entre montañas, a punto de llegar y dejando atrás una estela de polvo, paro un segundo y levanto la vista hacia mi quemacocos panorámico, puedo ver casi todo el cielo, puedo ver mi ruta por un momento y recuerdo que mi vida es por mucho, única. Es la perspectiva, que me brinda el camino, una incomparable visión que aprecio desde un gran interior.
Deleitarse a cada segundo y saborear todos tus momentos. Así se vive el verdadero lujo.
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