Viajes alrededor de Víctor Fosado

Los rostros del talento orfebre...

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texto Daniel Escoto
fotografía de las joyas Cuauhtémoc García y cortesía de Paulina y Malinali Fosado

De nuestro Archivo número 26.

 

Para escribir una vida de Víctor Fosado (1931-2002), se necesitaría tomar decisiones radicales, muchas. Como dictaba la máxima de Stella Adler, la gran formadora de actores: In your choices lies your talent. De cualquier manera, en cualquiera senda que elijamos para conocer los rostros (aunque al final, ya veremos, Fosado en el fondo siempre tiene un mismo rostro) y los trabajos de este artista mexicano, nos toparemos con un número importante de las personas, objetos, imágenes, empeños, afectos, derrumbes y mensajes secretos de gran parte del México artístico del siglo XX: aquél de la modernidad siempre en vilo.

 

Fosado fue joyero y orfebre, uno de los más reconocidos de México. Bastaría elegir este rasgo para llenar perfectamente una semblanza completa, absolutamente redonda. Su obra es una rica multiplicidad de imágenes, donde pueden convivir flores ingenuas o estilizadas con pequeñas manos pálidas; máscaras solemnes con idolillos que sonríen, querubines y palomas con lunas ovaladas; frailes que oran, con camafeos de rostros mortecinos; óvalos resplandecientes, con lazos sinuosos a la art nouveau. En México, a mediados del siglo pasado, la familia Fosado era ya una de las grandes instituciones en ese oficio.

 

Víctor aprendió desde niño los principios de platería y restauración en el taller de su padre, el artesano autodidacta Víctor Fosado Contreras. Fosado complementó en la juventud esta formación con clases de pintura y dibujo con Enrique Echeverría, cursos en La Esmeralda y de Historia del Arte con Raúl Flores Guerrero y Paco de la Maza, en la Universidad Nacional. En los años 50, los dos Víctores pusieron en marcha una tienda de artesanías populares que alimentaba a toda la familia. Los objetos y diseños de Víctor hijo, talento indudable, comenzaron a poblar exposiciones y libros dedicados a la joyería mexicana. Con el tiempo, fue también una de las figuras clave en la historia del Bazaar Sábado de San Ángel, hito de la ciudad de México. Durante las siguientes décadas, los cuellos, dedos y muñecas de las mujeres en la escena mexicana lucieron las creaciones de Fosado (a veces generadas a partir de algún objet trouvé que la dama en cuestión entregaba al artesano): María Félix, Dolores del Río, la China Mendoza, Esther Echeverría, Mercedes Iturbe… Aunque el artista no hubiera salido nunca de su taller, el rico universo de sus joyas habría bastado para llenar una vida completa de embeleso por la forma.

 

Víctor Fosado

Sin embargo, y en aras de su trabajo, el artista salió de su taller y transitó por muchos caminos de México. Una segunda propuesta para la historia de Víctor Fosado, después de su vida de orfebre, podría estar enfocada simplemente en la del viajero. Víctor padre, hombre de origen mestizo, era respetado y reconocido por los artesanos de varias comunidades, y el hijo mantuvo ese vínculo, aprendiendo de ellos, intercambiando ideas. La gente de los lugares humildes le ofreció una hospitalidad sin límites: a menudo lo recibían con banquetes familias que habitaban casas con piso de tierra. En la mitología familiar de los Fosado, pervivió el recuerdo de las comunidades, y no el de un clasemediero Acapulco, donde Víctor, su mujer Nedda y sus hijos disfrutaron las vacaciones.

 

El otro Fosado, no este misionero de las profundidades de México, sino el promotor cultural y museógrafo flamante, también llenaría varias cuartillas deliciosas y divertidas sobre sus viajes al extranjero, en la tarea de la divulgación del México artesanal y folclórico frente al circuito internacional. Desde muy joven, cuando su padre fue nombrado administrador del Museo Nacional de Artes e Industrias Populares, Víctor aprendió los rigores de adquisición de objetos para el acervo, la organización de exposiciones y la divulgación en medios escritos y conferencias, no sólo en ciudad de México, sino también en los estados. Sus colaboraciones se extendieron a Estados Unidos y América Latina. Correspondió a Fosado, desde la juventud hasta un momento muy avanzado en su vida, ser uno de los portadores, en varios países, de la tradición de la fiesta mexicana de los muertos.

 

Otra de sus especialidades, la vida y obra de Posada, lo llevó a París para montar una exposición homenaje del gran grabador; ahí entró en contacto con lo que quedaba de la vieja guardia surrealista de Breton. Más adelante, pasó tres meses en Nueva York con el pintor Enrique Echeverría, y entró en contacto con la intelligentsia de la ciudad; también recorrió varios países europeos con el pintor mexicano Gironella. En esas mismas épocas, tuvo en la capital mexicana su propio espacio, la Galería Víctor Fosado, de breve vida, donde expuso a pintores contemporáneos y artistas populares: era tiempo del auge del circuito galerístico en la capital.

 

Llegamos así al Fosado que es un personaje vital para entender muchas facetas de la vida de ese México ye-yé de fiesta, ambicioso, cosmopolita y aspiracional de los años 60. La historia de Víctor, de rasgos mestizos, atractivo, afabilísimo, es la de un anfitrión sin par, tanto en el ámbito íntimo de su hogar en la calle de Antonio Caso como en los espacios culturales que regentó. Vestía de cuero, a veces de charro, a veces con capa galante: como su contemporáneo Jodorowsky, siempre en traje Nehru, fue perpetuamente un personaje. En Las Musas, café-centro cultural independiente que creó a finales de la década en la calle de Filomeno Mata, dio rienda suelta a sus propios ímpetus escénicos, así como los de sus amigos. El lugar, bodega adaptada, decorada con unos óleos de las nueve hijas de Mnemosine, tuvo una programación rica y estrafalaria de música, danza y diversos espectáculos (vio, por ejemplo, el surgimiento de Tehua, la cantante de música popular mexicana) y entre los asiduos se contaban el autor colombiano de ciencia ficción René Rebetez, el fotógrafo de cine Antonio Reynoso, los jóvenes Alejandro Jodorowsky, Felipe Ehrenberg, Arturo Ripstein, Cristina Pacheco, y prácticamente todos los pintores de la época. Se comía bien —del menú se recuerda la nieve de aguacate—, aunque se dice que el servicio era proverbialmente lento; lo importante era el desfile. También ahí se celebró, en 1970, el primer festival de cine en Súper 8.

 

De entre todos los parroquianos de Las Musas, resaltaba el director y actor Juan José Gurrola, uno de los grandes compadres de Fosado; durante el paso de los 60 a la siguiente década, hicieron una mancuerna creativa alucinante. Este episodio en la vida de Víctor podría ser el principal en una biografía que describiera exclusivamente su vena musical. Ya muy joven, a la par de su formación visual y manual, Fosado había estudiado en la Escuela Nacional de Música. En sus estancias con los artesanos, se adentró en el mundo de la música étnica. Regresa de sus viajes con un huéhuetl, un teponaxtle y otros instrumentos de origen precolombino bajo el brazo. Los aprendió a tocar y ofreció recitales de la que llamó música neuroatonal para sus amigos; se alió con Gurrola —otro genio cuya creatividad se desbordaba del teatro y quiso incursionar en las artes visuales y la música— y montaron un espectáculo, Scorpio in Mortante, armado con otros músicos cercanos y la participación de actrices-bailarinas Ofelia Medina, Diana Mariscal, Marta Verduzco. Esta troupe actuó en Las Musas, el Champagne A Go Gó (otro lugar de la época), un festival de jazz en la Alameda –donde también se presentó el ensamble musical de Jodorowsky, Damas chinas— y otros foros de la ciudad. El ensamble, al que llamaron Scorpio Rising o Escorpión en Ascendente, interpretaba una forma de free jazz de avanzada, con Gurrola al órgano eléctrico, recitando o cantando en inglés, y Fosado en los instrumentos indígenas. Grabaron un disco, In Search of Silence (1970) con escasa difusión. Pronto, la banda se disgregó de la misma forma natural como empezó, aunque Fosado continuó explorando su propio interés musical en solitario o al lado de otros artistas: para Jodorowsky hizo la banda sonora de la obra teatral Moctezuma II; compuso la música para la película La conquista de México de Leslie Tillet; trabajó con el músico de rock Javier Bátiz, con quien realizó un disco; grabó con Antonio Zepeda —que lo considerará su maestro— la música para el filme Chac de Rolando Klein, y en 1980 recibió un Ariel por la música que compuso para el cortometraje Kukulkán de José Nieto.

 

Gracias a la música vinieron más viajes: a través de los años, Fosado se presentó en varios países, ofreciendo a varios públicos los resultados de sus inquietudes. Jorge Reyes, sin haberlo conocido nunca personalmente, lo nombró una de sus grandes influencias. Podríamos borrar la vida del Víctor joyero, y aun así su nombre habría pasado a los libros como uno de los precursores del uso de la música de inspiración prehispánica en el pop.

 

Fosado tuvo la particularidad de, además de ser creador, contar con una presencia escénica que podía ponerse en manos de otros creadores: también fue actor. Alumno del director japonés Seki Sano, apareció en En este pueblo no hay ladrones (1965), la adaptación al cine por Alberto Isaac del cuento del mismo nombre de García Márquez; en Las visitaciones del diablo (1968) también de Isaac, en Reed México Insurgente (1973), de Paul Leduc. El del Fosado actor es un caso similar al de otros artistas y escritores de ese México, retratados por el cine avant-garde del momento, ya sea en clave irónica (un spot the celebrity) o en una especie de elaboración de retrato generacional, a menudo representado en sus fiestas y convites endogámicos, o en el caso de En este pueblo no hay ladrones, como fervorosos feligreses de un sermón impartido por Buñuel en papel de cura. En esa misma película, Juan Rulfo tuvo un pequeño papel, representando a un señor que juega al dominó; García Márquez como boletero de cine, y la China Mendoza, como cabaretera; en Un alma pura (1965) de Juan Ibáñez, Leonora Carrington hizo de una mamá católica de clase alta; en Los caifanes (1967), Carlos Monsiváis interpretó a un Santo Clós borracho, y la lista sigue. Por su perfil, Fosado no sólo estuvo a cuadro, sino que también participó en películas como ambientador y escenógrafo.

 

En esta biografía histriónica-fílmica de Víctor, la secuencia principal fue, sin duda, su actuación como el Tercer Maestro de El topo (1970), clásico de culto de Jodorowsky. En su recorrido por el desierto, el protagonista, aventurero espiritual de traje negro, llega hasta la choza de un hombre indígena vestido de manta, rodeado de conejos. El maestro indio da la bienvenida al viajero: “Nos comunicaremos por medio de la música”. Jodorowsky-Topo, con una sencilla flauta, y Fosado-Maestro, con un instrumento de cuerdas, dan comienzo a una suerte de duelo. Mientras tocan, en off, el Maestro interpela al protagonista: “Sientes náuseas de ti mismo; no quieres traicionar más. Ahora deseas respetar la ley. Algunos regalan flores, otros objetos preciosos: tú me traes como presente tu propia vida. Ya no temes morir. Por eso eres un enemigo peligroso”. Con un paneo de la cámara, descubrimos que los conejos han comenzado a caer fulminados, debido a la presencia del Topo.

 

Después, ambos contrincantes disparan contra unos buitres: el Topo mata uno con un tiro a la cabeza, el Maestro a otro con uno directo al corazón. “¿La cabeza? ¿El corazón? —inquiere Fosado— Cámbialos de sitio… ya es hora”. Acto seguido, en un duelo de pistoleros a la western, ambos hombres se enfrentan, y el Maestro parece derrotado frente al Topo, quien cae sobre la arena. Esto resulta una ilusión: con una risa malévola, Jodorowsky se levanta y dispara sobre Fosado, quien cae muerto en una piscina. “Demasiada perfección es un error”, exclama el Topo, al tiempo que sepulta al Maestro indio con los cuerpecillos blancos de los conejos muertos. Existe un último Fosado, alejado del movimiento de la capital en la segunda mitad de su vida, pero no menos digno de ser escrito. En la cúspide de su carrera, realizó un viaje a la naciente Cancún, localidad entonces con el mínimo de servicios, proyectada para convertirse en un centro turístico. Encantado con la belleza y simplicidad del lugar, aceptó la invitación de FONATUR y el gobierno local para radicar ahí con su familia, con el fin de apoyar las actividades artesanales comunitarias. En Cancún instaló talleres, participó en la fundación de un mercado de artesanías, colaboró en la creación de un Jardín del Arte y estableció una filial de la tienda familiar. Organizó conferencias, certámenes, exposiciones, ciclos de cine. Su desprendimiento de la vida de la ciudad de México correspondió —esto me lo han aseverado sus hijas, las gemelas Paulina y Malinali Fosado, quienes hoy llevan una línea de diseño de ropa con motivos indígenas— a un completo desinterés por la fama y la fortuna. Fosado no eligió Cancún para el retiro o el destierro, sino porque era un lugar bello y tranquilo para él, su mujer Nedda y sus cuatro hijos. No lo perdieron de vista sus amigos capitalinos, que en repetidas veces fueron a visitarlo: Elena Poniatowska, Helen Escobedo, Héctor García, Cristina Pacheco, Rosa y Juan José Gurrola…

Hay una extraña línea de personas que son en un principio recordadas por su bondad y sencillez, luego por su fuerza y diversidad como grandes artistas. Fosado es uno de ellos. Los testimonios de sus contemporáneos, de los que lo amaron y trabajaron con él, nos hacen imaginarlo alejado de la decadencia y la perversión con que el desdichado lugar común nos hace imaginar las cortes del arte (lo cual hace fascinante el contraste tremendo de las formas sinuosas, pecaminosas a veces, de sus joyas, con la rectitud de su alma).

En este desprendimiento total de falsas ataduras, Fosado incursionó en todo aquello que animaba su curiosidad. Esta capacidad de expansión lo vuelve una especie de paradigma del hombre de vanguardia, dispuesto a desquiciar los límites del lenguaje en aras de una creatividad voraz, asumida como motor de vida. Fosado es un hombre romántico, sí, y por ello podemos hablar con fiorituras de la novela de su vida; a la vez fue un hombre absolutamente moderno, uno cuya existencia se negaría a ceñirse a género alguno, y que a la vez ambiciona abarcarlos todos. Como Gurrola, su igual, fue, en el mejor de los sentidos, un seductor seducido. Será el mismo Gurrola, compadre y compañero en la música neuroatonal, quien escribiría una sentida elegía para Fosado, dos semanas después de su muerte:

 

Caballero de fina estampa, un jilguero, Víctor Fosado se encumbra en los cielos de su imaginación cambiando de estado, diluyendo tantos sabores y colores, y las congojas y las tonadas, y los deseos y el vuelo y la caída, y las desesperanzas, y los grandes mares de sus sueños. (…) Llevaba encima una aristocracia inédita. No sólo en sus dedos llenos de anillos, ni en la magnificencia de sus creaciones en la joyería más sofisticada que he visto, sino en su vida diaria. Una devoción a Nedda, la poeta, y a sus hijos, que lo llenaban de orgullo, y a quienes les hablaba de usted. Patriarca elegante que igual manejaba su Fordcito cuadrado negro desde su casa en Bucareli, que arrancaba su bote de vapor en Cancún, manubrio y timón, arranque y horizonte, gorra o salvavidas al cuello. Eterno en el placer de la creación.

 

*Agradecemos al Museo Palacio de Iturbide por las facilidades proporcionadas para realizar estas fotografías.


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